lunes, 22 de febrero de 2010

La muerte de Munro

En julio de 1793, The Scots Magazine (Edimburgo) y The Gentleman's Magazine (Londres) publicaron el relato de la atroz muerte del teniente Hugh Munro, ocurrida a finales del año anterior en la isla de Sagar, la más occidental del delta del Ganges.


El desdichado teniente era hijo del general Hector Munro (1726-1805), tío bisabuelo del Hector Hugh Munro. El general Munro sirvió enérgicamente en la India y Bengala (1760-1765 y 1777-1782) consolidando y ampliando las fronteras del Imperio británico, mientras su hermano (y heredero) Alexander atendía los mismos intereses en el ámbito diplomático ejerciendo como cónsul general en Madrid (1766-1886). Aunque al parecer no se casó, Hector Munro tuvo tres hijos. Los dos varones murieron en la India en circunstancias sakianas: Alexander, devorado por un tiburón, y Hugh, tal como lo cuenta un «caballero a un amigo de Calcuta» en la noticia publicada con toda la rapidez posible en la época (la travesía desde la India duraba seis meses) por The Scots Magazine:

Barco Shaw Ardasier, frente a la isla de Sagar, 23 de diciembre de 1792. Resulta imposible describir el espantoso, horrendo y lamentable accidente del que he sido testigo. Ayer por la mañana, el señor Downey, de los soldados de la Compañía, el teniente Pyefinch, el pobre señor Munro (hijo de sir Hector) y yo desembarcamos en la isla de Sagar para cazar ciervos. Vimos numerosas huellas de tigres y ciervos, pero no desistimos de nuestra partida de caza y la continuamos durante todo el día. Alrededor de las tres y media nos sentamos junto al lindero de la jungla a comer unos fiambres enviados desde el barco; y empezábamos nuestro almuerzo cuando el señor Pyefinch y un criado negro nos dijeron que un magnífico ciervo se encontraba a unas seis yardas de nosotros. El señor Downey y yo nos incorporamos en el acto para agarrar nuestras armas; la mía estaba más cerca y acababa de hacerme con ella cuando oí un rugido semejante a un trueno y vi un inmenso tigre real saltando sobre el desdichado Munro, que aún estaba sentado. Un instante después, la fiera le había atrapado la cabeza entre las fauces; lo arrastró a toda prisa hasta la jungla con tanta facilidad como yo podría levantar un gatito y se internó en la espesura de árboles y maleza sin que nada detuviera su monstruosa fuerza. De mí se apoderaron en el acto las angustias del horror, el pesar y, debo confesarlo, el miedo (puesto que había dos tigres, un macho y una hembra). Lo único que podía hacer era dispararle, aunque seguía teniendo al joven en la boca. Confié en parte en la Providencia y en parte en mi puntería, y disparé el mosquete. Vi al tigre tambalearse y, agitado, grité que lo había alcanzado. Entonces el señor Dowley disparó dos veces y yo otra más. Salimos de la jungla y, a los pocos minutos, apareció el señor Munro cubierto de sangre y se derrumbó junto a nosotros. Cargamos a la espalda con él hasta el bote, y recibió toda la ayuda médica posible del mercante Valentine, que estaba anclado frente a la isla; sin embargo, fue en vano. Sobrevivió 24 horas entre torturas extremas; tenía la cabeza y el cráneo desgarrados; pero era mejor que nos lo lleváramos, aunque desahuciado, que dejarlo y fuera devorado miembro a miembro. Acabamos de celebrar el oficio funeral ante su cuerpo, y lo hemos entregado al mar. Era un joven afable y prometedor. Debo comentar que había una gran hoguera encendida junto a nosotros, formada por diez o doce árboles enteros; la hice yo mismo, con el objeto de mantener alejados a los tigres, como siempre había oído que ocurría. A nuestro alrededor se encontraban ocho o diez nativos; habíamos hecho muchos disparos en el lugar, y mucho ruido y reído mucho; pero de todo ello hizo caso omiso ese feroz animal. La mente humana no puede formarse una idea de la escena, que me estremeció profundamente el alma. La fiera medía unos cuatro pies y medio de alto y nueve de largo. Su cabeza parecía tan grande como la de un buey, sus ojos lanzaban fuego y nunca podré olvidar su rugido cuando se apoderó de su presa. Apenas habíamos alejado nuestros botes de aquella costa maldita cuando hizo su aparición la tigresa, rugiendo casi fuera de sí, y permaneció en la playa hasta que la distancia me impidió seguir viéndola.

Fuentes:
INNES, P. R., The history of the Bengal European Regiment, now the Royal Munster Fusiliers, and how it helped to win India, Londres, Simpkin Marshall & Co., 1885, 2ª ed.
The Scots Magazine, vol. 55, julio 1763, p. 360.